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Tinkazos

versão On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.14 n.29 La Paz jun. 2011

 

Entrevista a Verónica Cereceda

Tejiendo la memoria

Interview with Verónica Cereceda
Weaving memory

Ana María Lema[1]

T’inkazos, número 29, 2011,  pp. 9-15, ISSN 1990-7451

“Los cerros dijeron que ‘sí’, que era un buen proyecto, y en esa madrugada, al alba, cuando las cumbres tomaron la decisión, se pudo poner las primeras piedras para los cimientos del taller”. Así, Verónica Cereceda cuenta el inicio de un importante proyecto de recuperación del arte textil indígena en Chuquisaca y Potosí de la mano de la Fundación ASUR. Hoy, después de un incomprensible atentado a su permanencia, se inicia una nueva etapa para ASUR. Los hilos de esta entrevista tejen la historia que es comentada más adelante por María Luisa Soux, Secretaria Ejecutiva de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia.

Palabras clave: arte textilindígena / culturajalq’a / programa de renacimiento del arte indígena / museo de arte indígena / fundación asur / museo textile

“Themountainssaid ‘yes’, itwas a goodproject, and earlythatmorning, at dawn, whenthemountainstookthedecision, wewereableto lay firstfoundationstonesfortheworkshop.” Thisishow Verónica Cereceda recountsthestart of animportantprojecttorecovertheindigenous art of textile-weaving in Chuquisaca and Potosí, taken forward bythe ASUR Foundation. Today, followinganincomprehensibleattackonitscontinuedpresence, ASUR isstarting a new phase. Thethreads of this interview weavethestory, whichisthencommentedonby María Luisa Soux, ExecutiveSecretary of theBolivian Central Bank’s Cultural Foundation.

Keywords: indigenous textile art / jalq’a culture / renaissance of indigenous art programme / indigenous art museum / asur foundation / textile museum


Chilena de nacimiento pero boliviana de corazón, Verónica Cereceda llegó a Bolivia, a la región de Oruro, en 1966, con su esposo Gabriel Martínez, para hacer teatro en las comunidades indígenas de la zona. De ahí, se desplazaron hacia Charazani, en La Paz, en la comunidad de Lunlaya. Durante los años setenta, la dictadura banzerista los empujó hacia el norte chileno y sus comunidades aymaras. Tras el golpe de Pinochet, se fueron a Lima y a París, donde iniciaron sus estudios en antropología y semiología. Su interés empezó a volcarse hacia los textiles andinos y sus significados, lo que los llevó a Sucre, como relata la entrevista. Fueron entre los primeros en Bolivia en reconocer que la vestimenta indígena era un texto que teníamos que aprender a descifrar. Este ha sido fundamentalmente su aporte, que no se puede comprender sin tomar en cuenta el otro legado de los esposos Martínez Cereceda: el hecho de haber logrado rescatar los saberes tradicionales de jalq’as y tarabucos, permitiendo que su pensamiento siga vivo.

En el año 2008, Verónica Cereceda fue laureada con el Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanas del PIEB por su trayectoria y aporte a la investigación en el país. Lo que ha reconocido el premio no solo es la producción de conocimiento de Verónica sobre los textiles y sus creadores sino también la difusión de los saberes indígenas a través del Museo de Arte Textil Indígena, por ejemplo, así como los proyectos de desarrollo fomentados por la Fundación Antropólogos del Surandino (ASUR).

El trabajo de ASUR, liderado por Verónica, también ha sido valorado por expertos y neófitos a través del museo que plasma la colección de textiles reunidos tras años de trabajo por el equipo. Este museo, uno de los principales atractivos de Sucre, ha sido una escuela de interculturalidad, permitiendo comprender que la cultura de estos pueblos está viva y se adapta a estos tiempos; no ha quedado congelada en el pasado.

Sin embargo, pese a ser uno de los repositorios más importantes del conocimiento, la cosmovisión y la sabiduría indígena, el museo y el proyecto cultural en su conjunto han sido objeto de un ataque por parte de la Gobernación de Chuquisaca a fines del año 2010 y en los primeros meses de 2011. Argumentando que ninguna entidad privada podía ocupar edificios públicos, la Gobernación exigió el desalojo de la Casa Capellánica, una hermosa casona colonial donde se ubicaba el museo y la Fundación. Luego, reclamó la colección para ser administrada por las organizaciones campesinas, al igual que la tienda donde se vende la producción de los artesanos, que no es artesanal sino artística. Pese  a la mediación de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia para llegar a un acuerdo que permitiera una transición viable, no se pudo concretar nada y el museo tuvo que cerrar sus puertas y entregar la casa.

La Casa Capellánica no alberga más al museo, a la institución ni a la tienda. Felizmente, ASUR cuenta con un espacio estratégico en el barrio de La Recoleta, a pocos metros de la plaza del mismo nombre, en predios propios donde se llevaba a cabo talleres de capacitación. En este espacio, se volverá a montar el museo y, de hecho, la tienda ya funciona. La colección está ahora bajo la protección de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia, y será próximamente exhibida para que el público pueda apreciar esta extraordinaria muestra viva de arte indígena.

Es en este contexto que T’inkazosrecupera el aporte de Verónica Cereceda a través de su obra en ASUR. En una soleada tarde chuquisaqueña de otoño, Verónica Cereceda me regaló algo de su sabiduría. La que las tejedoras llaman “Mama Verónica” nos cuenta la historia de ASUR y su extraordinaria experiencia de recuperación del arte textil indígena en Chuquisaca y Potosí.

¿Por qué eligieron trabajar en Chuquisaca?

Conocía, por algunos catálogos, unos pocos tejidos de la región Jalq’a.Siempre me parecieron extraordinarios. Curiosamente, aunque viviendo en Bolivia de 1966 a 1971, nunca llegué a verlos en venta en la calle Sagárnaga, en La Paz. Una amiga tenía uno como cubierta de mesa. Estos tejidos suscitaron en nosotros una atracción enorme hasta el punto de redactar, años más tarde, un proyecto para la InteramericanFoundation, con la intención de rescatarlos.

Estudiando en Francia, obtuve una beca para regresar a Bolivia y trabajar entre los chipayas. Aprovechando una visita a Tristán Platt que vivía en Sucre, pude recorrer las calles por donde camina la gente del campo y encontrarme de nuevo con este estilo que, en esa época, era conocido como Potolo y preguntar por las comunidades donde se teje, obteniendo siempre como respuesta, para mi extrañeza, nombres que no eran Potolo. Tres años más tarde supimos, Gabriel Martínez, Ramiro Molina Barrios y yo, que se trataba de un extenso grupo étnico autodenominado jalq’aque no había aparecido hasta ese momento en las investigaciones de otros colegas que trabajaron en estas regiones.

En los años 1980, los textiles eran decepcionantes: habían perdido su encanto estético, estaban elaborados con acrílico, y los diseños se habían convertido en estilizaciones -por lo general de cóndores- sin ya el desarrollo icónico que tenían los bellos animales que se tejían en las décadas anteriores. Con apoyo de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y luego de la InteramericanFoundation, conseguimos algunos recursos para iniciar una prospección y establecer los límites de esta cultura. Al mismo tiempo, preguntamos quiénes querrían tejer “como antes”, con la misma finura y los hermosos diseños de animales que habían caracterizado a la región en un intento de llevar adelante un proyecto que lograra recuperar, para el orgullo de las propias comunidades, las calidades que nos habían atraído tanto. En esos primeros tiempos, no se pensaba aún en comercialización ni sabíamos si esta era posible. La prioridad era revitalizar la cultura.

Verás, en un viejo jeep, recorrimos varias comunidades y nos dimos cuenta que ese grupo era muy amplio. Llegamos hasta Ravelo, hasta el río Tahuareja límite con el ayllu Macha… En todas esas comunidades habitaban jalq’as, que eran llamados jalq’itas en diminutivo o q’arasiq’is (trasero pelado), en alusión a su extraño pantalón que parte debajo de las nalgas, por los vecinos del norte de Potosí. Nuestro asombro fue constatar que la región Jalq’a era una enorme extensión que contenía tanto sindicatos agrarios como pequeños ayllus sobrevivientes a la Reforma Agraria. En esos momentos nuestro único dato de adscripción lo constituyó el vestuario común a todos los así llamados.

La verdad es que los tejidos que pudimos observar, sea en uso, sea guardados en las casas, estaban bastante decaídos y no se parecían tanto a las ilustraciones que habíamos conocido a través de catálogos o colecciones (entre ellas las del Museo Nacional de Etnografía y Folklore, en La Paz). Conservamos hasta hoy -y se exhibió posteriormente en el Museo de Arte Indígena- una mitad de aqsu que había sacado el primer premio en la comunidad de Rodeo Waylas, en una exposición textil impulsada por el Instituto Politécnico Tupac Katari. Debe haber sido en el año 1986. El ejemplar premiado era muy simple, tosco y es un buen ejemplo para comparar con los textiles actuales, finos y extraordinariamente complejos en sus diseños.

Este primer trabajo permitió hacer un primer mapa de la zona Jalq’a y adquirir algunos trozos o textiles antiguos que sirvieran de posterior inspiración para un intento de revivir las calidades antiguas.


¿Por qué el Programa empieza en Chuquisaca?

Vimos varias colecciones privadas, sacamos todas las fotografías que pudimos, y se las fuimos mostrando a las mujeres en las comunidades preguntando: ¿Quién querría, con un capital en vellón sin costo alguno, intentar tejer como antes? No tuvimos tiempo de analizar los resultados del vasto viaje que habíamos hecho: una comunidad se eligió a sí misma. Se trató de Irupampa, un pequeño caserío de no más de doscientas familias. Habían decidido ser ellos los que iniciaran el proyecto, no porque lo entendieran a cabalidad, ni mucho menos, sino para tener un proyecto propio de ellos, que no se detuviera en la comunidad vecina de Maragua, sede de la subcentral donde, por contar con más población, se quedaban las iniciativas de otras instituciones.

Una larga caminata por quebradas y cerros, pues en tiempos de lluvia el río era infranqueable en movilidad, siguiendo a los dirigentes que vinieron a buscarnos para realizar un contrato de trabajo, decidió así lo que sería el destino de la posterior Fundación ASUR que se quedó de esa manera en la provincia Oropeza del departamento de Chuquisaca. En esos momentos éramos la Asociación de Antropólogos del Surandino (AASUR), con sede en La Paz, y posteriormente se desgajó la sede Chuquisaca, llamándose sólo ASUR. De este modo, fueron los comunarios los que decidieron dónde comenzaría el proyecto.

Pese a esta decisión de la comunidad de Irupampa, y a la inmediata firma de convenios, dos o tres meses pasaron sin poder empezar realmente los trabajos: las mujeres se inscribían a lo que entonces era sólo un proyecto, asistían a las
reuniones, pero nadie sacaba vellón de la bodega que habíamos destinado para este fin. Fue un importante período de conocimiento mutuo, nada más. La directiva del sindicato había organizado un “comité de tejidos” y pasaban los días sin que avanzáramos. Las señoras tenían miedo, habían sido ya engañadas otras veces. Teníamos incluso un pequeño fondo para levantar un taller, pero esta construcción no se iniciaba. Algunos dirigentes vinieron una noche a la casita que nos habían prestado para vivir, y nos explicaron que lo que faltaba era la aprobación de los cerros. Tenían organizada un aisa, una consulta a las deidades, para decidir si el proyecto sería para bien. En una larga ceremonia que duró toda la noche y que sería largo de describir, un yatiri y su ayudante convocaron a las “cumbreras”, a los altos cerros, a decidir. Vinieron en forma de cóndores (golpes del aysiri con la palma sobre sus muslos, imitando el sonido del vuelo), en medio de la oscuridad, interrogándonos, con diversas voces agudas o graves hechas por el aysiri, y discutiendo entre ellos. Estuvieron presentes montañas lejanas como el Illimani o el Wayna Po-
tosí, como otras más pequeñas locales. Los cerros dijeron que “sí”, que era un buen proyecto, y en esa madrugada, al alba, cuando las cumbres tomaron esa decisión, se pudo poner las primeras piedras para los cimientos del taller.

Rápidamente, las comunidades vecinas tuvieron noticias del resultado de la ceremonia y de este modo llegaron de Potolo, de Majada y de otras comunidades a inscribirse en el proyecto y solicitar que se les permitiera poner adobes para la construcción del taller. De esta manera se estableció el proyecto que se llamaba “Textil Jalq’a” en sus comienzos.

Otro inicio ritual fue la primera salida de los textiles a una también primera exposición en el Salón de Santa Mónica. Todo lo logrado hasta ese momento -unos seis meses después del aysa-fue reunido por las directivas en el taller de Irupampa y se llevó a cabo una reunión para ver posibles precios en el caso de que hubiera interesados en comprarlos. Pero los hombres no dejaron que los textiles se fueran. Insistieron en estar toda la noche despidiéndolos, challándolos para desearles buena suerte en este nuevo contacto con un público urbano. Sólo después de esta ch’alla se inició, tímidamente, una comercialización que hasta hoy es exitosa. Hasta ese momento, el objetivo había sido recuperar los diseños y las técnicas, tal como se producían en los años anteriores (1960, 1970), así como motivar nuevamente a las tejedoras y movilizar la cultura, sin una intención concreta de comercializarlos. En realidad, no teníamos idea si el proyecto podría o no ser rentable para las comunidades. Y esto fue muy interesante: las motivaciones primeras para tejer no fueron económicas sino espirituales, aunque ahora el Programa de Renacimiento del Arte Indígena se ha convertido en una actividad que permite la llegada segura de recursos complementarios para el campo.  

¿Qué recuerdas como momentos importantes de lo que sería después el Programa de Renacimiento del Arte Indígena?  

Tal vez, dos hechos que lo marcaron. Uno fue la fusión de este programa iniciado en la zona Jalq’acon el Proyecto de Artesanías Tarabuco, en manos del entonces proyecto Chuquisaca Norte. No te contaré los detalles pero lo que era la Corporación de Desarrollo de Chuquisaca (CORDECH) nos permitió llevar en conjunto el desarrollo de los textiles de ambas regiones. Creo que fue un paso importante para las transformaciones estéticas y semánticas que empezaron en esos años a caracterizar los dos estilos Jalq’a y Tarabuco, ya que se produjo una suerte de emulación. Sin imitarse, los talleres de ambas regiones iniciaron una cooperación mutua con comercialización conjunta y los mismos reglamentos de organización interna de los grupos. Naturalmente, unos observaban los trabajos de los otros -los comentaban, cosa que para mí fue importante en el intento de comprender los lenguajes de los diseños- y se creó un fuerte estímulo para avanzar en belleza y significación. Las diferencias entre ambos estilos regionales fueron acentuándose, estando más conscientes: fue el comienzo de una extraordinaria creación plástica que dura hasta nuestros días.  

Fue un motor para una nueva creación…

Exactamente. Se inició la producción y se realizaron numerosas exposiciones-ventas en distintas ciudades y en el extranjero. Todo esto fue promovido, igualmente, por otro acontecimiento importante para el proyecto: el apoyo del PNUD. Fueron cinco años de gloria en que se construyó la mayoría de talleres y ambientes de trabajo en las diferentes comunidades, momentos en los cuales trabajar en la cultura traía un enorme reconocimiento. Hoy, es difícil conseguir recursos sólo para procesos emocionales/intelectuales, aunque ellos sean la fuente principal de todo desarrollo o cambio.

Fue en estos años que de Proyecto textil Jalq’a Tarabuco se pasó a Programa de Renacimiento del Arte Indígena, que es verdaderamente el término que mejor define lo logrado hasta hoy. 

¿Cuándo y cómo surge el Museo de Arte Indígena?  

Es el resultado, justamente, de los procesos de creación que llevaron adelante las tejedoras. El Museo viene a concretar otra etapa del Programa. Veíamos los cambios y los logros que se iban produciendo en los diseños y técnicas de los años noventa y se hizo indispensable empezar a conservar una memoria de estos procesos. En una primera etapa, se trataba de colecciones que se exhibían en el campo para la reflexión de las tejedoras. Luego, ya instalamos las primeras salas destinadas, especialmente, a los pueblos indígenas, para su orgullo y conocimiento. Todo en el montaje -hecho con muy pocos recursos- ponía en valor la producción de las tejedoras y tejedores varones que ya se habían incorporado al trabajo.

Del Museo de Arte Indígena que dejó de existir hace cuatro meses -debido a que la Casa Capellánica que lo albergó por casi veinte años tuvo que ser devuelta a la Gobernación de Chuquisaca, su propietaria- rescatamos varios logros importantes. En primer lugar la belleza de la exhibición, en esas amplias salas, a pesar de que su elección estética era la extrema sencillez. Conservamos las vigas coloniales a las cuales se agregaron otras maderas de las tarimas y vitrinas como cañahuecas y, a veces, hasta paja. Todo evocaba -sin intentar reproducirlo sino solo recordarlo- el ambiente campesino de donde provienen los textiles, a través de texturas, fragancias, materiales.

Rescatamos, igualmente, la investigación etnográfica seria que acompañó a la exposición. Los datos científicos contribuyeron así a crear un vínculo más fácil entre una estética indígena y un público urbano o, incluso, con un público originario pero procedente de otras áreas culturales. En realidad, esta investigación fue una de nuestras tareas principales durante todos estos años, iniciando un ciclo de pensamiento (conjunto con las tejedoras y tejedores), luego la producción, luego la venta y la conservación de los mejores trabajos, y de regreso al pensamiento. Destaco dos cosas importantes en este proceso: la venta que significa recursos complementarios significativos para las familias de las comunidades en que se trabaja, y el museo que se alimenta de una manera viva de las mejores producciones, sea para exponer los procesos creativos, sea para inspiración de nuevas tejedoras. Lo que se ha perdido con el cierre del museo es una memoria colectiva tejida durante más de cincuenta años, ya que en un comienzo fue posible rescatar algunas muestras más antiguas que las del inicio del primer proyecto, en 1986. 

¿Qué futuro espera a ASUR? 

Estamos lejos de poder predecirlo. Puede que todas estas obras de arte que fue posible gestar en los últimos veinte años dejen de producirse por cambios en las estructuras de las familias. Los jóvenes, en su gran mayoría, están abandonando el campo en busca de posibles trabajos o estudios en la ciudad. O bien dejen de ser significativas y altamente atractivas como aún lo son, para las tejedoras y tejedores. O, en cambio, puede producirse un nuevo renacimiento del espíritu étnico o indígena más allá de las fronteras de un grupo, y las comunidades precisen fuertemente de sus lenguajes distintivos para expresarlo. Nuestra batalla continuará en ese sentido: apoyando los procesos espirituales que también inciden en los movimientos sociales. 

Y esos dioses de los cerros, esos mallkus que autorizaron el inicio del proyecto ¿crees tú que observan y defienden esta batalla? 

Esperamos de todo corazón, y a través de alcances rituales, que ellos sean la fuerza para una segunda etapa. Desde ya el viernes los invocaremos para que nos traigan su voluntad y su fuerza, junto a la primera piedra que pondremos en ese momento, para la iniciación de la construcción de un nuevo museo. Allin hora kachun, como diríamos en el campo.



[1] Historiadora, investigadora, responsable del MUSEF regional Sucre, directora de la revista T’inkazos. Correo electrónico: lanitalema@gmail.com

 

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