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Revista Ciencia y Cultura
versión impresa ISSN 2077-3323
Rev Cien Cult n.11 La Paz dic. 2002
En torno al carácter de la música en Bolivia(1)
Alberto Villalpando
1. De Presencia La Paz, domingo 14 de agosto de 1983, (Tomado de la revista Vertical No. 1).
Para manifestarse en el mundo sonoro que lo circunda, dos son las formas con que el hombre deja oír su ruido: la oposición y la mimetización.
La desolación puede, musicalmente, ser un sinónimo de silencio, y este silencio musical nos parece la contaminación de una música remota e infinita, de una música siempre presente, allí, donde no es concebible la desolación. Este silencio es el que reina en las montañas bolivianas. Un silencio ominoso, acentuado más bien limitado por el viento. En efecto, el mundo sonoro de la montaña y del altiplano es el viento, que nace en el silencio para perderse en él. Tenemos así, una primera determinante musical: todo ruido o sonido está limitado por el silencio, entendiéndose este silencio límite en sentido espacial. Un sonido no se pierde, como sucede en otros ambientes, en el ruido mismo, sino que se pierde en el silencio. Y el viento, ese segundo límite, pero que lo es del silencio, se lleva consigo a ese empobrecido ruido, confirmando su potencia y acentuando el silencio. En electroacústica, existe un aparato llamado generador de ruido blanco. Por analogía con la óptica, el ruido blanco comporta las ondas sonoras de toda la gama audible. Cuando en esta ensanchada banda, que ve desde los dieciséis ciclos por segundo hasta los vente mil, se elige un sector, por ejemplo desde los doscientos hasta los diez mil ciclos por segundo, se dice que se trata de un ruido coloreado. Aunque esta es una de las viarias formas de colorear un ruido, bástenos como ejemplo.
El ruido que produce el viento del altiplano y de las montañas bolivianas encuentra en su ímpetu o en los accidentes con los que tropieza una vasta posibilidad de colorearse. Desde aquellos ruidos sibilantes, tan próximos al sonido de una flauta, hasta aquellos ruidos violentos como si se tratase de un torrente el viento pareciera un gigantesco instrumento que resuene en ese dilatado ámbito del silencio. En la amplitud del paisaje emerge el ruido del viento sin ubicuidad alguna, pareciendo a veces que persigue al silencio y otras que es perseguido por él. Por ello, un visitante atento a estos ruidos busca con cierta avidez el lugar en que se produce tal o cual ruido, sin nunca poder precisarlo. Y este ruido, casi milagroso, en su intento de escapar de la ansiedad con que la quietud y el silencio quisiera apoderarse de él, ejercita un enloquecido desplazamiento que lo lleva hacia los valles, a resonar en otro ambiente, para luego desaparecer en aquel aire más cálido.
Bajo estas consideraciones, nos será ahora más comprensible el fenómeno musical del altiplano. En efecto, el hombre altiplánico buscará previamente ubicarse musicalmente en el mundo sonoro que lo rodea. Ya hemos hecho alusión a la falta de ubicuidad de los ruidos del viento, por ello el altiplánico se inclinará por crear grandes masas de sonido, volúmenes estables y persistentes de sonido. No requerirá de un gran desplazamiento físico al hacer su música. Este es uno de los factores determinantes para el estatismo de las danzas altiplánicas y para la rigidez rítmica. Por estas características la música tradicional de esta zona de Bolivia es vigorosa, porque busca oponerse al ambiente sonoro que lo circunda. Desconoce los factores de la dinámica musical (gama existente entre la oposición de sonidos fuertes y sonidos suaves), porque requiere de un nivel estable en su masa sonora que le impida perderse en la distancia. Y, finalmente, la práctica musical (el hecho de tocar) se dilatará en el tiempo con el fin de vencer al silencio.
Aquí cabe preguntarse el por qué de la falta de instrumentos de cuerda en estos sólidos conjuntos musicales altiplánicos.
Sin duda, uno de los orígenes del arte es la imitación. Y ¿qué ruidos puede imitar el altiplánico? No otros que aquellos que produce el viento, puesto que esa, y no otra, es la relación del sonido que tiene el habitante de esta región. Ese es el ruido que conoció y con el que pretenderá comunicarse y explicar su mundo emocional. No es difícil entonces comprender que así como el viento pulsa el silencio del altiplano para crear un ruido que transmite algo que no sabe qué es, pero que habla del ruido como si fuese una presencia casi divina, así los hombres buscarán crear un viento que diga aquello que ellos quieren que se diga. Y, venciendo sus escrúpulos y, en cierta medida, imitando el ruido que oyen, hacen de sí mismos creadores de sonido con el soplo que ellos pueden producir. Por lo tanto, el hombre altiplánico imita su mundo sonoro en tanto que productor de su ruido, y se opone a él en tanto que creador musical. Gomo productor de ruido imita al viento, como creador musical suscita una presencia sonora destinada a vencer al silencio, ubicándose estáticamente en el espacio para que su ruido no se vea desplazado por el viento.
En los valles, el mundo sonoro es menos hostil y más sugestivo. Pues al viento se suman otros ruidos, el canto de algunos pájaros, el ruido de los riachuelos y un nuevo misterio: el eco. En el eco está la posibilidad de la comunicación a través del sonido. Un hombre solo, ya no lo está si puede dialogar con su propia voz. Este mágico resonar del sonido, predispondrá al canto y a la danza, no ya ritual y estática, sino a la danza movida y amatoria. La fecundidad misma de la tierra valluna, abierta a cualquier semilla, formará un hombre más extravertido y susceptibie a los influjos exteriores.
Y el primer influjo será, sin duda, el del altiplano. Sones y ritmos, ablandados por el coloquio y el canto, responderán al modo adusto y severo de las concepciones musicales del altiplano. Nada es rígido en este ambiente. En las noches claras y abrigadas, el canto de los grillos y de las ranas ahuyenta al silencio por su bucólico modo de sonar. Y la presencia de estos ruidos hará que el hombre prolongue su actividad hacia la noche, departiendo el abrigo de este insólito sonar de las cosas. La noche es más íntima y por ello mismo hace que se extraviertan los sentimientos más hondos. La noche ayuda al canto y el canto se enriquece con el eco, alegrando el corazón de aquellos hombres lejanos, pero cobijados bajo ese mismo cielo y ese mismo aire. El ruido del hombre no tiene que vencer ningún obstáculo para propagarse en ese ambiente. El viento, convertido en brisa, es portador, ahora, de sones suaves y de nostálgicas melodías.
Los riachuelos murmuran y la lluvia golpetea sobre el suelo y sobre las hojas de los árboles. Un mundo apacible y grato al oído se desenvuelve sin solución de continuidad, invitando a una actividad plácida. El hombre y su ruido se confunden con esta graciosa ternura y nace la copla entre los enamorados. El ruido del hombre es, entonces, consecuente con los sentimientos profundos, pero tranquilos, que quiere comunicar y transmitir. Advierte la picardía, la risa y el buen humor, como también el llanto. Los hombres menos endurecidos cantan y aprovechan de su ingenio para acompañar al murmullo del agua, al canto de los pájaros y para llorar de júbilo cuando el cielo se ennegrece y centellean los relámpagos. Ha desaparecido el silencio porque ha desaparecido la desolación. El ruido, enriquecido por su goce de sonar, pareciera insinuar al hombre que no lo imite y que tampoco se le oponga, por el contrario, el ruido que es capaz de hacer el hombre es ya parte de ese ambiente sonoro total y abarcante de los valles.
Hacia los llanos bolivianos nacen los torrentes. El cielo se oscurece por la espesura de los árboles. El calor y la humedad del aire magnifican la opresión que ejerce la naturaleza. Insólitos insectos que devoran la carne humana, como si fuese una lepra, animales feroces que emergen de las tinieblas, serpientes y extrañas enfermedades han sometido al hombre de un modo irreversible. Toda planta, todo animal es un desconocido dios cuyos propósitos todos ignoran. Y el calor despiadado se pega a la piel y penetra por los ojos hasta las entrañas. Sudan las bestias, suda el aire, y en este mundo casi onírico, suena todo. Todo vibra y se agita con los más tremendos impulsos vitales, sonando despiadadamente. Si en el altiplano es el silencio el que lo abarca todo y se describe a sí mismo a través del viento, aquí es el ruido el que lo abarca todo. Rugidos de bestias, el cantar incesante de los pájaros y, al atardecer, el violento ruido de los insectos. Todo este pulso vital que vibra eternamente se propaga a través del aire húmedo y cálido, llevan consigo no ya un ruido blanco o coloreado, sino una síntesis de todos los ruidos posibles, yuxtapuestos en un contrapunto imposible de describir o de imaginar. El ambiente de los llanos ha de soportar este abrumador peso del ruido con actitud sumisa. Podrá hacer sonar miles de tambores, sin acercarse por ello al ruido que lo circunda.
Bajo estas circunstancias, el ruido del hombre se manifestará sólo por la mimetización, por el deseo de confundirse y cooperar con ese opresivo mundo sonoro. El hombre de los llanos gritará, imitando los ruidos que oye, en lugar de cantar. Sus instrumentos repetirán aquellos mismos ruidos con la violencia y el vigor requeridos.
Esta es una tentativa de ilustrar el mundo sonoro de Bolivia. Esta es la materia prima con que, posteriormente, deberá confrontarse la respuesta musical, ya como un arte elaborado, del pueblo boliviano.
Durante la colonia se importó al territorio que hoy es Bolivia toda la práctica musical de la Europa de ese entonces. Las ciudades de Potosí y Sucre eran verdaderos centros de práctica y difusión musicales. Se fabricaban instrumentos y se contaba con talentosos y fecundos compositores como maestros de capilla. Sin embargo, este uso musical era el resultado de otra cultura y de otra concepción sonora. En estos términos, su influjo fue mínimo en la práctica musical de los pobladores aborígenes. No se adecuaba a la respuesta musical que ellos se habían planteado como una solución a las exigencias de su mundo sonoro. En todo caso, el resultado único de la práctica musical europea, en el territorio boliviano, fue la aparición de la música criolla. Desgraciadamente, si bien esta nueva música se adecuaba plenamente a las exigencias del mundo sonoro, no condujo a la aparición de una música más elaborada y se perdió, con el advenimiento de la república, toda la tradición y la práctica musical de la colonia. Quizá esta pérdida que impidió la formación académica de
compositores bolivianos no permitió un planteo profundo y encauzador para la música. La práctica de la música criolla, para los habitantes ciudadanos, se extiende a lo largo del siglo pasado y principios de éste. Parece ser que esta práctica satisfacía las exigencias musicales de la gente, puesto que aquella que buscaba otro tipo de música se vuelva nuevamente a Europa y encuentre una expresión restringida y de verdadera élite, que, por otra parte, tampoco corresponde a las exigencias del mundo sonoro boliviano. A decir verdad, esta situación se perpetúa en nuestros días. La solución para este problema, que permita, sobre todo, crear una auténtica personalidad musical, será la creación de verdaderos institutos de enseñanza musical que permitan una práctica y un adiestramiento musicales de nivel profesional y la enseñanza profunda y seria de la composición. Sólo estos factores permitirán al músico boliviano adentrarse en su problemática y resolverla con felicidad, creando así una verdadera cultura musical propia y artísticamente valedera.