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Revista Ciencia y Cultura

versión On-line ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.7 La Paz jul. 2000

 

 

 

En busca de una utopía paceña

 

 

Gastón Gallardo D.

 

 


Los paceños cada día amanecemos con mayor desencanto. No hay día en que no compartamos comentarios de decepción sobre nuestra ciudad y en especial sobre los hechos más notables de sus autoridades pasadas o la falta de expectativa sobre las actuales. Soy un convencido que este reiterado análisis de la negatividad de las acciones locales, dando excesivo peso a lo político, no es el mejor modo de encarar el futuro.

Desde mi óptica, La Paz ha perdido toda traza de una utopía colectiva. Han quedado en la historia las épocas en las cuales los paceños combatieron a sangre y fuego por detentar la capitalidad de la Nación. El "ideario federal" es un recuerdo difuso del pasado o apenas un fantasma en las mentes de algunos paceños apegados ayer. La transformación urbana del Centenario de la República ha sido sustituida por una indiscriminada especulación del suelo. El orgullo paceño por su patrimonio de bellas casonas y la acogedora Alameda, fue desplazado por el mercantilismo inmobiliario que todo lo mide con la vara del lucro. Lejanos los días de autoridades municipales que pretendieron ordenar el caos con Planes Urbanos encomendados a expertos de allende los mares, ya franceses o griegos.

Los paceños carecemos de una imagen objetivo que aglutine el soñar idealizado del cuerpo colectivo de la paceñidad. La cotidianidad nos abruma, corremos como desquiciados en afán de alcanzar el fin de mes y el cobro del salario que nos permitirá sobrevivir el siguiente. Es fácilmente comprensivo este caos cuando revisamos el accionar y la participación de las instituciones. No hablemos de las autoridades ediles, que ya bastante se ha reiterado el tema. Nuestras mendaces autoridades cívicas, comprometidas en los últimos lustros en el arrebato del patrimonio colectivo; parientes del jefe de turno que focalizan el desarrollo provincial en megaobras trazadas por constructores empíricos; instituciones profesionales que se enredan en luchas internas y envidias rastreras; esteticistas de "fin du siecle", los que concentran la mirada en la superficie de los objetos y añoran desde un romanticismo atemporal los valores de la plástica del plástico; inversionistas mezquinos que chantajean con el éxodo de capitales si se denuncian sus maniobras dolosas; organizaciones de culto que destrozan el paisaje natural o cultural amparadas en su tradición centenaria de construcción de patrimonio, completan el panorama de falencias institucionales. ¿Quién puede poner en duda que La Paz carece hoy de una institucionalidad respetable?

Esta es una sociedad que transita probablemente su periodo de vida más depresivo. No es casual que uno de nuestros teóricos urbanos más importantes nos confronte con su afirmación lapidaria de "La Paz ha muerto", a través del macabro relato de un festín sobre los restos del corpus. Este ensayo, jocosamente publicado por el arquitecto Carlos Villagómez, bajo el seudónimo: A. Fernández, «el paciente sepulturero», en 17/8/97, en el suplemento "Textos e ideas" de La Razón, despertó un enconado debate en círculos profesionales, ofendidos por el diagnóstico fúnebre, sin reconocer que encerraba una dolorida apelación a lo que los mismos paceños fomentábamos o tolerábamos. La Paz sobrevive sin un "norte utópico" que oriente el rumbo social, hemos perdido el destino de ciudad. Sobrevivimos porque existimos, pero nadie propone un rumbo con esperanza para el conjunto social paceño. Es nuestro deber recuperar un norte, reconstruir una Utopía para La Paz, unificar esfuerzos dispersos orientados a proponer soluciones.

No han faltado esfuerzos voluntaristas en los últimos tiempos, como tal se destaca la conjunción de voluntades que al amparo de los modelos de Planificación Estratégica exportados por Barcelona, impulsaron la creación del IIPLAM, organismo generador de un embrión de planificación estratégica y participativa. En su seno se trató los últimos años de construir mancomunadamente un ideal, un destino social, con participación de sectores de la sociedad civil, exentos de la influencia político partidista. Universidades, Colegios profesionales, Cámaras, en coordinación con las autoridades del Gobierno Municipal, pretendieron crear una Fundación que en consulta con la población trazara un objetivo colectivo de la paceñidad a mediano plazo, una meta estratégica del desarrollo de La Paz. Se avanzó en la implementación de la participación. El esfuerzo puede estar hoy truncado coyunturalmente, pero nos traza un camino a rescatar.

Sin embargo, el excesivo tecnicismo de estas búsquedas, aísla a los expertos de los actores sociales populares. El diseño de una Imagen Objetivo de nuestra ciudad deberá partir de un reconocimiento de nuestra realidad y nuestras ventajas comparativas cotidianas. Somos una ciudad con casi quinientos años de historia, hemos acumulado valores y presencia en la estructura nacional, vivimos gracias al ejercicio de la gestión administrativa de gobierno y de los esfuerzos creativos de nuestra población productiva.

El excesivo mercantilismo y el comercio como método de sobrevivencia, fomentados desde el fundamentalismo del libre mercado, nos oculta detrás de la dominante imagen de ciudad-mercado, que somos productores y exportadores casi sin apercibirnos de ello. Los artesanos, los productores manufactureros de la llamada pequeña industria y nuestra condición de cercanía a los puertos del Pacífico nos puso en ese rol. Además, todo el occidente del país nos toma como referente y nexo con el mundo. Somos su puerta de salida y esa es una gran ventaja comparativa.

Pero a la vez hemos acumulado tradiciones dispares, el idioma y la religión del mundo occidental nos han unificado, somos la avanzada de la cultura europea en la nación, pero preservamos latente una cultura mestiza. Somos el objetivo de la migración aymara, el primer contacto con el mundo urbano para miles de campesinos. En nuestras laderas, se aprende computación, con el software mas avanzado, mientras en los barrios del sur se baila caporales dominicalmente en ensayos para todas las fiestas populares. Todas las provincias y departamentos del país se distribuyen en nuestra ciudad en una ocupación física que responde a un ordenamiento espacial espontáneo. No hay casa o edificio paceño que no tenga una mesa en sus cimientos o haya exhibido una challa de techo. La Paz es la ciudad más integrada de Bolivia, la que ostenta más presencia provincial y en resumen, somos el sincretismo de lo nacional; indudablemente, somos el referente urbano más desarrollado para el occidente del país. Encontramos barrios con evidentes reflejos de la cultura autóctona campesina, tanto quechua como aymara; existen áreas residenciales y comerciales de innegable influencia occidental; pero además hemos creado a lo largo de los siglos el mestizaje de lo cholo, concepto que nos llena de vergüenza por haberlo naturalizado como insulto, pero que desconoce la gran riqueza que encierra visto desde la óptica de una construcción social propia, original y auténtica.

Más aún, debemos reconocer que esa influencia no se limita a la región altiplánica de Bolivia. Pretender que los límites políticos trazados sobre un mapa sean apropiados por la población y naturalizados por encima de identidades sociales comunes es cerrarse a las evidencias contrastantes de la realidad. El Cuzco quechua se reconoce en las danzas y sonidos de las pervivientes fiestas folklóricas de La Paz; el músico aymara de bandas que deambula de comunidad en comunidad y de fiesta patronal en fiesta patronal, no se siente extraño en las festividades del sur peruano y ofrece sus conocimientos musicales a gente que la aprecia como propia. Y nosotros, en vez de interpretar que estamos en un proceso de expansión y exportación cultural, preferimos descubrir una delictuosa apropiación de nuestro acervo cultural. La lejana Lima se estremece, para el culto y refinado costeño, los serranos lejos de extinguirse como una pervivencia anacrónica, retoman fuerza y se expresan hasta en la política. El 16 de julio, en la fiesta de la Virgen del Carmen, la población aymara del norte de Chile, festeja en la mejor tradición altiplánica en La Tirana; para ello importa trajes costumbres y sonidos de su centro cultural originario, el altiplano paceño. El desierto nortino se nutre de nuestra fuerza cultural y nuestros bordadores exportan su artesanía a poblaciones con las que se identifican. Si Santiago desconoce el tema, considerándolo marginal y anecdótico, no es razonable que desde aquí nosotros tampoco rescatemos su validez. Salta y Jujuy son comunidades collas, en sus clubes sociales hasta hace pocos años se ofrecía coca para acullicar como muestra de calidez regional. Qué lejos está Buenos Aires de ese mundo tradicional y cuanta identificación se produce entre los pueblos con las oleadas de trabajadores eventuales a las zafras anuales de caña de azúcar.

Sin duda existen sectores dominantes del cuerpo social que rechazan esta lectura, más allá que acá, en Lima los llaman serranos, en Santiago nortinos y en Buenos Aires collas o cabecitas negras. En La Paz los llamamos cholos. ¡Cuánto desprecio a quienes mantienen la región paceña expandida, presente más allá de nuestras fronteras, pese a los intentos centralistas de los gobiernos cercanos y lejanos! Sin duda en este proceso hay excesos, hemos tenido gobiernos que en su aislamiento nos han propuesto comer chuño y vestirnos con tejidos de telares, neoindigenistas que usan abarcas y chuspas como expresión de identidad, procesos racistas a la inversa que pretenden reconstruir el Kullasuyu.

Reconozcamos que somos una capital regional, pero de una región expandida, se la llamó la Capital de la Indianidad o la Capital de la Multiculturalidad. Considero que en ello hay escondido un sentimiento de desprecio que sólo nos daña a nosotros. El reconocer que nuestra sociedad, pese a sus taras y superficiales desprecios hacia el otro, ha construido una sociedad de profunda tolerancia intercultural, lo cual puede abrirnos puertas insospechadas. Profundizar diferencias no nos hará más grandes, más cultos, más civilizados, solo ahondaremos en la depresión colectiva por falta de reconocimiento a nuestra identidad compartida, mestiza, híbrida, sincrética, en resumen chola.

La interculturalidad nos puede poner en el mapa del mundo, pero sólo si está basada en el reconocimiento de que hemos construido casi sin darnos cuenta una sociedad basada en el respeto al otro, una convivencia de otredades. Pero más allá de ese objetivo común, nos puede hacer descubrir que podemos ser imprescindibles para una región ampliada. Construir el concepto de interculturalidad, profundizar en la tolerancia y el respeto, puede crear una sociedad con influencia más allá de nuestras fronteras, podremos creer en nosotros mismos, sin complejos. La Paz habrá encontrado su destino, podrá soñar con extender su influencia a otras ciudades de la región ampliada, con exportar modelos y productos, con atraer turismo y desarrollo. Habrá encontrado un destino y una justificación para su resurrección de la muerte vaticinada por "el paciente sepulturero".

 

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